Recuerdo aún el olor a tierra mojada y a polución cuando
llegué aquella noche de Diciembre al DF. Acababa de volar desde el otro extremo
del país, era un día frío, pero no mucho. Era un día lleno de trabajo, un día
lleno de preocupaciones, de nerviosismo.
Mi vuelo había estado regular, sin turbulencia, algo lento en los procesos del
aeropuerto, pero en general; bien.
Tuvimos la genialidad de buscarnos entre tanta gente,
dijimos que sería fácil, que estaríamos parados uno justo en frente del otro,
sin que importara lo demás. Cuando aterrizó el avión lo primero que me cruzó
por la cabeza fue tu cara, hace tanto que no la veía, hace tanto que no hacía
contacto con tus ojos, que me puse nerviosa. Casi olvidando mi bolso, me dirigí
con prisa a la sala para recoger mi equipaje, era la más alejada en uno de los
más grandes y conflictivos aeropuertos del mundo. Habían pasado casi 48 minutos
y yo seguía intentando al menos poder encontrar mi maletita con ruedas, beige
con puntos negros; comprada en rebaja en una de esas tiendas gringas que
malbaratan las cosas sólo porque “ya pasaron de temporada”. Llegó al final, sobre aquella fila enorme de
maletas que desfilaban, unas gordas, otras flacas, unas de marca, otras de
colores llamativos, otras de colores más serios, de mezclilla, de lona, de
algodón… ahí estaba aquella rebaja de temporada a puntos negros, esperando a
que fueran por ella, pero mi cuerpo no reaccionaba, sólo pensaba en tu cara, en
tus ojos… en tu olor.
Pasaron 55 minutos, largos, infinitos. Subía las escaleras
que me llevarían a lobby, con mis kilos bien puestos y aquel abrigo de cachemir
color camello. Mi cabello era largo todavía, rojo, chino, revoltoso. Ni si
quiera tuve tiempo de mirarme en algún reflejo para ver si estaba aún maquillada,
eran casi las 9 de la noche y te vi, parado, con los brazos cruzados,
esperándome a un lado del enorme pino de navidad que decoraba aquella
transitada sala de estar. Y ahí estabas tú. Tan serio, tan hombre, tan ajeno.
Estabas también con algunos kilos de más, pero eso no me importó, lo que
importaba era ver tu cara que a lo lejos, conforme me iba acercando sonreía. Yo
no podía ni si quiera demostrar una mueca, mi cara fue inexpresiva, hasta que
te tuve frente a frente, hasta que volví a oler esa piel y no pude más que
sonreír y sentirme una idiota, una gran idiota.
Y he sido siempre una idiota contigo.
Me abrazaste, fue una reacción natural pero perfectamente
maquinada, como todo lo que contaré a continuación. Nuestros brazos
reaccionaron en automático, mi mente estaba algo confundida pues la sensación
que mandaba el corazón en cada rápida pulsación era muy intensa, no sabía qué
sentir, era como una máquina de imán que se pegaba cada vez más y más a tu
cuerpo. Supe que nunca jamás volvería a sentir lo que sentí esa noche de tierra
mojada… de olor a ti y a mí y al miedo.
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