lunes, 23 de mayo de 2016

Autoterapia, parte I.

Recuerdo aún el olor a tierra mojada y a polución cuando llegué aquella noche de Diciembre al DF. Acababa de volar desde el otro extremo del país, era un día frío, pero no mucho. Era un día lleno de trabajo, un día lleno de preocupaciones,  de nerviosismo. Mi vuelo había estado regular, sin turbulencia, algo lento en los procesos del aeropuerto, pero en general; bien.
Tuvimos la genialidad de buscarnos entre tanta gente, dijimos que sería fácil, que estaríamos parados uno justo en frente del otro, sin que importara lo demás. Cuando aterrizó el avión lo primero que me cruzó por la cabeza fue tu cara, hace tanto que no la veía, hace tanto que no hacía contacto con tus ojos, que me puse nerviosa. Casi olvidando mi bolso, me dirigí con prisa a la sala para recoger mi equipaje, era la más alejada en uno de los más grandes y conflictivos aeropuertos del mundo. Habían pasado casi 48 minutos y yo seguía intentando al menos poder encontrar mi maletita con ruedas, beige con puntos negros; comprada en rebaja en una de esas tiendas gringas que malbaratan las cosas sólo porque “ya pasaron de temporada”.  Llegó al final, sobre aquella fila enorme de maletas que desfilaban, unas gordas, otras flacas, unas de marca, otras de colores llamativos, otras de colores más serios, de mezclilla, de lona, de algodón… ahí estaba aquella rebaja de temporada a puntos negros, esperando a que fueran por ella, pero mi cuerpo no reaccionaba, sólo pensaba en tu cara, en tus ojos… en tu olor.
Pasaron 55 minutos, largos, infinitos. Subía las escaleras que me llevarían a lobby, con mis kilos bien puestos y aquel abrigo de cachemir color camello. Mi cabello era largo todavía, rojo, chino, revoltoso. Ni si quiera tuve tiempo de mirarme en algún reflejo para ver si estaba aún maquillada, eran casi las 9 de la noche y te vi, parado, con los brazos cruzados, esperándome a un lado del enorme pino de navidad que decoraba aquella transitada sala de estar. Y ahí estabas tú. Tan serio, tan hombre, tan ajeno. Estabas también con algunos kilos de más, pero eso no me importó, lo que importaba era ver tu cara que a lo lejos, conforme me iba acercando sonreía. Yo no podía ni si quiera demostrar una mueca, mi cara fue inexpresiva, hasta que te tuve frente a frente, hasta que volví a oler esa piel y no pude más que sonreír y sentirme una idiota, una gran idiota.
Y he sido siempre una idiota contigo.

Me abrazaste, fue una reacción natural pero perfectamente maquinada, como todo lo que contaré a continuación. Nuestros brazos reaccionaron en automático, mi mente estaba algo confundida pues la sensación que mandaba el corazón en cada rápida pulsación era muy intensa, no sabía qué sentir, era como una máquina de imán que se pegaba cada vez más y más a tu cuerpo. Supe que nunca jamás volvería a sentir lo que sentí esa noche de tierra mojada… de olor a ti y a  mí y al miedo.

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